A continuación les comparto un texto de Paulo Freire del 12
de noviembre de 1981, titulado: “La importancia del acto de leer”, se trata de
un trabajo presentado en la apertura del Congreso Brasileño de Lectura,
realizado en Campinas, Sao Paulo, en la fecha citada. Dicho texto lo pueden
encontrar en el libro “La importancia de leer y el proceso de liberación”, del
pedagogo brasileño.
LA IMPORTANCIA DEL ACTO DE LEER.
(Paulo Freire).
Rara ha sido la vez, a lo largo de tantos años de práctica
pedagógica, y por lo tanto política, en que me he permitido la tarea de abrir,
de inaugurar o de clausurar encuentros o congresos.
Acepté hacerlo ahora, pero de la manera menos formal
posible. Acepté venir aquí para hablar un poco de la importancia del acto de
leer.
Me parece indispensable, al tratar de hablar de esa
importancia, decir algo del momento mismo en que me preparaba para estar aquí
hoy; decir algo del proceso en que me inserté mientras iba escribiendo este
texto que ahora leo, proceso que implicaba una comprensión crítica del acto de
leer, que no se agota en la descodificación pura de la palabra escrita o del
lenguaje escrito, sino que se anticipa y se prolonga en la inteligencia del
mundo. La lectura del mundo precede a la lectura de la palabra, de ahí que la
posterior lectura de ésta no pueda prescindir de la continuidad de la lectura
de aquél. Lenguaje y realidad se vinculan dinámicamente. La comprensión del
texto a ser alcanzada por su lectura crítica implica la percepción de
relaciones entre el texto y el contexto. Al intentar escribir sobre la
importancia del acto de leer, me sentí llevado –y hasta con gusto– a “releer”
momentos de mi práctica, guardados en la memoria, desde las experiencias más
remotas de mi infancia, de mi adolescencia, de mi juventud, en que la importancia
del acto de leer se vino constituyendo en mí.
Al ir escribiendo este texto, iba yo “tomando distancia” de
los diferentes momentos en que el acto de leer se fue dando en mi experiencia
existencial. Primero, la “lectura” del mundo, del pequeño mundo en que me
movía; después la lectura de la palabra que no siempre, a lo largo de mi
escolarización, fue la lectura de la “palabra-mundo”.
La vuelta a la infancia distante, buscando la comprensión de
mi acto de “leer” el mundo particular en que me movía –y hasta donde no me está
traicionando la memoria- me es absolutamente significativa. En este esfuerzo al
que me voy entregando, re-creo y re-vivo, en el texto que escribo, la
experiencia en el momento en que aún no leía la palabra. Me veo entonces en la
casa mediana en que nací en Recife, rodeada de árboles, algunos de ellos como
si fueran gente, tal era la intimidad entre nosotros; a su sombra jugaba y en
sus ramas más dóciles a mi altura me experimentaba en riesgos menores que me
preparaban para riesgos y aventuras mayores. La vieja casa, sus cuartos, su
corredor, su sótano, su
terraza –el lugar de las flores de mi madre–, la amplia quinta donde se
hallaba, todo eso fue mi primer mundo. En él gateé, balbuceé, me erguí, caminé,
hablé. En verdad, aquel mundo especial se me daba como el mundo de mi actividad
perceptiva, y por eso mismo como el mundo de mis primeras lecturas. Los “textos”,
las “palabras”, las “letras” de aquel contexto –en cuya percepción me probaba,
y cuanto más lo hacía, más aumentaba la capacidad de percibir– encarnaban una
serie de cosas, de objetos, de señales, cuya comprensión yo iba aprendiendo en
mi trato con ellos, en mis relaciones mis hermanos mayores y con mis padres.
Los “textos”, las “palabras”, las “letras” de aquel contexto
se encarnaban en el canto de los pájaros: el del sanbaçu, el del
olka-pro-caminho-quemvem, del bem-te-vi, el del sabiá; en la danza de las copas
de los árboles sopladas por fuertes vientos que anunciaban tempestades,
truenos, relámpagos; las aguas de la lluvia jugando a la geografía, inventando
lagos, islas, ríos, arroyos. Los “textos”, las “palabras”, las “letras” de
aquel contexto se encarnaban también en el silbo del viento, en las nubes del
cielo, en sus colores, en sus movimientos; en el color del follaje, en la forma
de las hojas, en el aroma de las hojas –de las rosas, de los jazmines–, en la
densidad de los árboles, en la cáscara de las frutas. En la tonalidad diferente
de colores de una misma fruta en distintos momentos: el verde del mango-espada
hinchado, el amarillo verduzco del mismo mango madurando, las pintas negras del
mango ya más que maduro. La relación entre esos colores, el desarrollo del
fruto, su resistencia a nuestra manipulación y su sabor. Fue en esa época,
posiblemente, que yo, haciendo y viendo hacer, aprendí la significación del
acto de palpar.
De aquel contexto formaban parte además los animales: los
gatos de la familia, su manera mañosa de enroscarse en nuestras piernas, su
maullido de súplica o de rabia; Joli, el viejo perro negro de mi padre, su mal
humor cada vez que uno de los gatos incautamente se aproximaba demasiado al
lugar donde estaba comiendo y que era suyo; “estado de espíritu”, el de Joli en
tales momentos, completamente diferente del de cuando casi deportivamente
perseguía, acorralaba y mataba a uno de los zorros responsables de la
desaparición de las gordas gallinas de mi abuela. De aquel contexto –el del mi
mundo inmediato– formaba parte, por otro lado, el universo del lenguaje de los
mayores, expresando sus creencias, sus gustos, sus recelos, sus valores. Todo
eso ligado a contextos más amplios que el del mi mundo inmediato y cuya
existencia yo no podía ni siquiera sospechar.
En el esfuerzo por retomar la infancia distante, a que ya he
hecho referencia, buscando la comprensión de mi acto de leer el mundo
particular en que me movía, permítanme repetirlo, re-creo, re-vivo, la
experiencia vivida en el momento en que todavía no leía la palabra. Y algo que
me parece importante, en el contexto general de que vengo hablando, emerge
ahora insinuando su presencia en el cuerpo general de estas reflexiones. Me
refiero a mi miedo de las almas en pena cuya presencia entre nosotros era
permanente objeto de las conversaciones de los mayores, en el tiempo de mi
infancia. Las almas en pena necesitaban de la oscuridad o la semioscuridad para
aparecer, con las formas más diversas: gimiendo el dolor de sus culpas, lanzando
carcajadas burlonas, pidiendo oraciones o indicando el escondite de ollas. Con
todo, posiblemente hasta mis siete años en el barrio de Recife en que nací
iluminado por faroles que se perfilaban con cierta dignidad por las calles.
Faroles elegantes que, al caer la noche, se “daban” a la vara mágica de quienes
los encendían. Yo acostumbraba acompañar, desde el portón de mi casa, de lejos,
la figura flaca del “farolero” de mi calle, que venía viniendo, andar
cadencioso, vara iluminadora al hombro, de farol en farol, dando luz a la
calle. Una luz precaria, más precaria que la que teníamos dentro de la casa.
Una luz mucho más tomada por las sombras que iluminadora de ellas.
No había mejor clima para travesuras de las almas que aquél.
Me acuerdo de las noches en que, envuelto en mi propio miedo, esperaba que el
tiempo pasara, que la noche se fuera, que la madrugada semiclareada fuera
llegando, trayendo con ella el canto de los pajarillos “amanecedores”.
Mis temores nocturnos terminaron por aguzarme, en las mañanas
abiertas, la percepción de un sinnúmero de ruidos que se perdía en la claridad
y en la algaraza de los días y resultaban misteriosamente subrayados en el
silencio profundo de las noches.
Pero en la medida en que fui penetrando en la intimidad de
mi mundo, en que lo percibía mejor y lo “entendía” en la lectura que de él iba
haciendo, mis temores iban disminuyendo.
Pero, es importante decirlo, la “lectura” de mi mundo, que
siempre fundamental para mí, no hizo de mí sino un niño anticipado en hombre,
un racionalista de pantalón corto. La curiosidad del niño no se iba a
distorsionar por el simple hecho de ser ejercida, en lo cual fui más ayudado
que estorbado por mis padres. Y fue con ellos, precisamente, en cierto momento
de esa rica experiencia de comprensión de mi mundo inmediato, sin que esa
comprensión significara animadversión por lo que tenía encantadoramente
misterioso, que comencé a ser introducido en la lectura de la palabra. El
desciframiento de la palabra fluía naturalmente de la “lectura” del mundo
particular. No era algo que se estuviera dando supuesto a él. Fui alfabetizado
en el suelo de la quinta de mi casa, a la sombra de los mangos, con palabras de
mi mundo y no del mundo mayor de mis padres. El suelo mi pizarrón y las ramitas
fueron mis tizas.
Es por eso por lo que, al llegar a la escuelita particular
de Eunice Vasconcelos, cuya desaparición reciente me hirió y me dolió, y a
quien rindo ahora un homenaje sentido, ya estaba alfabetizado. Eunice continúo
y profundizó el trabajo de mis padres. Con ella, la lectura de la palabra, de
la frase, de la oración, jamás significó una ruptura con la “lectura” del
mundo. Con ella, la lectura de la palabra fue la lectura de la “palabra-mundo”.
Hace poco tiempo, con profundo emoción, visité la casa donde
nací. Pisé el mismo suelo en que me erguí, anduve, corrí, hablé y aprendí a
leer. El mismo mundo, el primer mundo que se dio a mi comprensión por la
“lectura” que de él fui haciendo. Allí reecontré algunos de los árboles de mi
infancia. Los reconocí sin dificultad. Casi abracé los gruesos troncos
–aquellos jóvenes troncos de mi infancia. Entonces, una nostalgia que suelo
llamar mansa o bien educada, saliendo del suelo, de los árboles, de la casa, me
envolvió cuidadosamente. Dejé la casa contento, con la alegría de quien
reencuentra personas queridas.
Continuando en ese esfuerzo de “releer” momentos
fundamentales de experiencias de mi infancia, de mi adolescencia, de mi
juventud, en que la comprensión crítica de la importancia del acto de leer se
fue constituyendo en mí a través de su práctica, retomo el tiempo en que, como
alumno del llamado curso secundario, me ejercité en la percepción crítica de
los textos que leía en clase, con la colaboración, que hasta hoy recuerdo, de
mi entonces profesor de lengua portuguesa.
No eran, sin embargo, aquellos momentos puros ejercicios de
los que resultase un simple darnos cuenta de la existencia de una página
escrita delante de nosotros que debía ser cadenciada, mecánica y
fastidiosamente “deletrada” en lugar de realmente leída. No eran aquellos
momentos “lecciones de lectura” en el sentido tradicional esa expresión. Eran
momentos en que los textos se ofrecían a nuestra búsqueda inquieta, incluyendo
la del entonces joven profesor José Pessoa. Algún tiempo después, como profesor
también de portugués, en mis veinte años, viví intensamente la importancia del
acto de leer y de escribir, en el fondo imposibles de dicotomizar, con alumnos
de los primeros años del entonces llamado curso secundario. La conjugación, la
sintaxis de concordancia, el problema de la contradicción, la enciclisis
pronominal, yo no reducía nada de eso a tabletas de conocimientos que los
estudiantes debían engullir. Todo eso, por el contrario, se proponía a la
curiosidad de los alumnos de manera dinámica y viva, en el cuerpo mismo de
textos, ya de autores que estudiábamos, ya de ellos mismos, como objetos a
desvelar y no como algo parado cuyo perfil yo describiese. Los alumnos no
tenían que memorizar mecánicamente la descripción del objeto, sino aprender su
significación profunda. Sólo aprendiéndola serían capaces de saber, por eso, de
memorizarla, de fijarla. La memorización mecánica de la descripción del objeto
no se constituye en conocimiento del objeto. Por eso es que la lectura de un
texto, tomado como pura descripción de un objeto y hecha en el sentido de
memorizarla, ni es real lectura ni resulta de ella, por lo tanto, el
conocimiento de que habla el texto.
Creo que mucho de nuestra insistencia, en cuanto profesores
y profesoras, en que los estudiantes “lean”, en un semestre, un sinnúmero de
capítulos de libros, reside en la comprensión errónea que a veces tenemos del
acto de leer. En mis andanzas por el mundo, no fueron pocas las veces en que
los jóvenes estudiantes me hablaron de su lucha con extensas bibliografías que
eran mucho más para ser “devoradas” que para ser leídas o estudiadas.
Verdaderas “lecciones de lectura” en el sentido más tradicional de esta
expresión, a que se hallaban sometidos en nombre de su formación científica y
de las que debían rendir cuenta a través del famoso control de lectura. En
algunas ocasiones llegué incluso a ver, en relaciones bibliográficas,
indicaciones sobre las páginas de este o aquel capítulo de tal o cual libro que
debían leer: “De la página 15 a la 37”.
La insistencia en la cantidad de lecturas sin el
adentramiento debido en los textos a ser comprendidos, y no mecánicamente
memorizados, revela una visión mágica de la palabra escrita. Visión que es
urgente superar. La misma, aunque encarnada desde otro ángulo, que se
encuentra, por ejemplo, en quien escribe, cuando identifica la posible calidad
o falta de calidad de su trabajo con la cantidad páginas escritas. Sin embargo,
uno de los documentos filosóficos más importantes que disponemos, las Tesis
sobre Feuerbach de Marx, ocupan apenas dos páginas y media...
Parece importante, sin embargo, para evitar una comprensión
errónea de lo que estoy afirmando, subrayar que mi crítica al hacer mágica la
palabra no significa, de manera alguna, una posición poco responsable de mi
parte con relación a la necesidad que tenemos educadores y educandos de leer,
siempre y seriamente, de leer los clásicos en tal o cual campo del saber, de
adentrarnos en los textos, de crear una disciplina intelectual, sin la cual es
posible nuestra práctica en cuanto profesores o estudiantes.
Todavía dentro del momento bastante rico de mi experiencia
como profesor de lengua portuguesa, recuerdo, tan vivamente como si fuese de
ahora y no de un ayer ya remoto, las veces en que me demoraba en el análisis de
un texto de Gilberto Freyre, de Lins do Rego, de Graciliano Ramos, de Jorge
Amado. Textos que yo llevaba de mi casa y que iba leyendo con los estudiantes,
subrayando aspectos de su sintaxis estrechamiento ligados, con el buen gusto de
su lenguaje. A aquellos análisis añadía comentarios sobre las necesarias
diferencias entre el portugués de Portugal y el portugués de Brasil.
Vengo tratando de dejar claro, en este trabajo en torno a la
importancia del acto de leer –y no es demasiado repetirlo ahora–, que mi
esfuerzo fundamental viene siendo el de explicar cómo, en mí, se ha venido
destacando esa importancia. Es como si estuviera haciendo la “arqueología” de
mi comprensión del complejo acto de leer, a lo largo de mi experiencia
existencial. De ahí que haya hablado de momentos de mi infancia, de mi
adolescencia, de los comienzos de mi juventud, y termine ahora reviendo, en
rasgos generales, algunos de los aspectos centrales de la proposición que hice
hace algunos años en el campo de la alfabetización de adultos.
Inicialmente me parece interesante reafirmar que siempre vi
la alfabetización de adultos como un acto político y como un acto de
conocimiento, y por eso mismo un acto creador. Para mí sería imposible de
comprometerme en un trabajo de memorización mecánica de ba-be-bi-bo-bu, de
la-le-li-lo-lu. De ahí que tampoco pudiera reducir la alfabetización a la pura
enseñanza de la palabra, de las sílabas o de las letras. Enseñanza en cuyo
proceso el alfabetizador iría “llenando” con sus palabras las cabezas supuestamente
“vacías” de los alfabetizandos. Por el contrario, en cuanto acto de
conocimiento y acto creador, el proceso de la alfabetización tiene, en el
alfabetizando, su sujeto. El hecho de que éste necesite de la ayuda del
educador, como ocurre en cualquier acción pedagógica, no significa que la ayuda
del educador deba anular su creatividad y su responsabilidad en la creación de
su lenguaje escrito y en la lectura de su lenguaje. En realidad, tanto el
alfabetizador como el alfabetizando, al tomar, por ejemplo, un objeto, como lo
hago ahora con el que tengo entre los dedos, sienten el objeto, perciben el
objeto sentido y son capaces de expresar verbalmente el objeto sentido y
percibido. Como yo, el analfabeto es capaz de sentir la pluma, de percibir la pluma,
de decir la pluma. Yo, sin embargo, soy capaz de no sólo sentir la pluma, sino
además de escribir pluma y, en consecuencia, leer pluma. La alfabetización es
la creación o el montaje de la expresión escrita de la expresión oral. Ese
montaje no lo puede hacer el educador para los educandos, o sobre ellos. Ahí
tiene él un momento de su tarea creadora.
Me parece innecesario extenderme más, aquí y ahora, sobre lo
que he desarrollado, en diferentes momentos, a propósito de la complejidad de
este proceso. A un punto, sin embargo, aludido varias veces en este texto, me
gustaría volver, por la significación que tiene para la comprensión crítica del
acto de leer y, por consiguiente, para la propuesta de alfabetización a que me
he consagrado. Me refiero a que la lectura del mundo precede siempre a la
lectura de la palabra y la lectura de ésta implica la continuidad de la lectura
de aquél. En la propuesta a que hacía referencia hace poco, este movimiento del
mundo a la palabra y de la palabra al mundo está siempre presente. Movimiento
en que la palabra dicha fluye del mundo mismo a través de la lectura que de él
hacemos. De alguna manera, sin embargo, podemos ir más lejos y decir que la
lectura de la palabra no es sólo precedida por la lectura del mundo sino por
cierta forma de “escribirlo” o de “rescribirlo”, es decir de transformarlo a
través de nuestra práctica consciente.
Este movimiento dinámico es uno de los aspectos centrales,
para mí, del proceso de alfabetización. De ahí que siempre haya insistido en
que las palabras con que organizar el programa de alfabetización debían
provenir del universo vocabular de los grupos populares, expresando su
verdadero lenguaje, sus anhelos, sus inquietudes, sus reivindicaciones, sus
sueños. Debían venir cargadas de la significación de su experiencia existencial
y no de la experiencia del educador. La investigación de lo que llamaba el
universo vocabular nos daba así las palabras del Pueblo, grávidas de mundo. Nos
llegaban a través de la lectura del mundo que hacían los grupos populares.
Después volvían a ellos, insertas en lo que llamaba y llamo codificaciones, que
son representaciones de la realidad.
La palabra ladrillo, por ejemplo, se insertaría en una
representación pictórica, la de un grupo de albañiles, por ejemplo, construyendo
una casa. Pero, antes de la devolución, en forma escrita, de la palabra oral de
los grupos populares, a ellos, para el proceso de su aprehensión y no de su
memorización mecánica, solíamos desafiar a los alfabetizandos con un
conjunto de situaciones codificadas de cuya descodificación o “lectura”
resultaba la percepción crítica de lo que es la cultura, por la comprensión de
la práctica o del trabajo humano, transformador del mundo, En el fondo, ese
conjunto de representaciones de situaciones concretas posibilitaba a los grupos
populares una “lectura” de la “lectura” anterior del mundo, antes de la lectura
de la palabra.
Esta “lectura” más crítica de la “lectura” anterior menos
crítica del mundo permitía a los grupos populares, a veces en posición fatalista
frente a las injusticias, una comprensión diferente de su indigencia.
Es en este sentido que la lectura crítica de la realidad,
dándose en un proceso de alfabetización o no, y asociada sobre todo a ciertas
prácticas claramente políticas de movilización y de organización, puede
constituirse en un instrumento para lo que Gramsci llamaría acción
contrahegemónica.
Concluyendo estas reflexiones en torno a la importancia del
acto de leer, que implica siempre percepción crítica, interpretación y
“reescritura” de lo leído, quisiera decir que, después de vacilar un poco,
resolví adoptar el procedimiento que he utilizado en el tratamiento del tema,
en consonancia con mi forma de ser y con lo que puedo hacer.
Finalmente, quiero felicitar a quienes idearon y organizaron
este congreso. Nunca, posiblemente, hemos necesitado tanto de encuentros como
éste, como ahora.
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